ASOCIACIÓN MURCIANA DE ARTISTAS Y ESCRITORES (A M A E)

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 MANUEL ÁNGEL NICOLÁS CUEVAS


BIOBIBLIOGRAFÍA
 Nací el año 1964 en Orilla del Azarbe(Esparragal), la pedanía más extensa del Municipio de Murcia. Hijo de agricultor, mi familia decidió que emprendiese estudios de formación agraria.     
            Ya desde los catorce años me aficioné a la escritura y a los veintiocho decidí profundizar cursando estudios de Filología Hispánica. Mientras desarrollaba mi espíritu creativo, trabajaba como viverista, jardinero, envasador-empaquetador, expendedor, profesor de ESO, y opositor. Actualmente, compagino la escritura con mi trabajo de Auxiliar de Administración y Servicios en un centro de Enseñanza concertado.
            Desde muy joven estoy colaborando en las actividades culturales de una asociación juvenil, especialmente las que corresponden al Aula de Literatura, Cine y Teatro.
            El género literario más cultivado es la poesía, aunque es en la narrativa donde estoy encontrando mayor expansión y oficio. Entre otros, tengo proyectado algunos libros infantiles para lectores entre ocho y nueve años.
            La experiencia de mi infancia y el contacto con niños y gente joven son los auténticos disparadores de la escritura creativa y fuentes de inspiración de cada una de mis obras, hasta ahora inéditas.
            En el 2006 he publicado mi primer libro de literatura infantil “MILUCA” en la colección La Mochila de Astor de Editorial Palabra.
            Hasta el momento, tengo cinco poemarios inéditos y también varios relatos, también inéditos, así como dos obras de tema ascético. Por otro lado, estoy trabajando en dos novelas de género distinto.
 









 
MANUEL ANGEL NICOLAS
 
  
EL CAFÉ DE DOÑA GERTRUDIS
 
 
 
Da las cinco el viejo reloj. La suave melodía se pierde entre las paredes del salón de descanso. Como de costumbre, Doña Gertrudis ordena a Sebastián que traiga su café, con cuatro cucharaditas de azúcar porque a ella le gusta muy dulce.
           Su vitalidad y genio desdicen a sus noventa y un años recién cumplidos. Sus ojos profundos, de mirada viva y fulminante parecen fuera de lugar ante su pelo blanco, largo y escaso. Su piel arrugada busca la coyuntura de los huesos, amoldándose con tal fortuna que da la impresión de hallarse ante una momia viviente. Este rostro arcaico se ve enriquecido por unos preciosos pendientes de oro macizo con esmeraldas verdes que le estiran las orejas hasta los hombros. Aunque lo más sobresaliente es su dentadura postiza: treinta y dos dientes -muelas inclusive- de oro de ley.
           Doña Gertrudis, dueña y señora de los grandes almacenes de ropa y zapatos “Chacon & Chacón”, mercerías y supermercados “Gertrudis”, de los locales de esparcimiento “Cinema Gertrudis”, “Teatro Chacón”, discoteca “La Belle Gertrudis”, y un numeroso grupo de bares y pubes que llevan diversos nombres de su parentela, es el ama de Esparragalito de la Cruz... perdón, ahora se llama Esparragalito de la Gertrudis.
           Recostada, con los pies estirados y apoyados en la butaquilla, esperando su reconfortante café, las manos descansan levemente sobre los brazos de su sillón preferido. Sus largos dedos danzan rítmicamente en un vaivén de nudillos que inexplicablemente no se estorban. A la vez que aprieta los labios, aquellos aumentan su movimiento acompasado. Claramente, Doña Gertrudis se está impacientando, así lo revela la expresión de su rostro.
           - ¡Sebastián!
           Su voz que recuerda la de un grajo se deja oír prácticamente por todas las estancias de la mansión.
           La puerta se abre con lentitud, sin prisas. Un hombre de andar cansino, dando pasos cortos, cortísimos, levanta los pies del suelo mínimamente para no rozarlo. Lleva sujeta con las dos manos la bandeja que transporta la tacita de café para su dueña.
           Nadie podría decir los años de Sebastián. Se le conoce desde siempre, incluso se cree que vio nacer a Doña Gertrudis. El ensortijado y completo cabello blanco contrasta con el color chocolate de la piel.
           - Su café, señora.
           Doña Gertrudis mira al criado. Sus ojos saltones como los de un camaleón acompañan el movimiento descendente de la tacita. Sebastián permanece inmóvil, sin pestañear, con la mirada al frente, perdida entre los abstractos cuadros que adornan las paredes del salón. Con una paciencia de años de servicio aguarda que su ama, complacida acabe el café. Ella da un sorbito...
           - ¡Estúpido! Le has puesto tres cucharadas y sabes que yo lo tomo con cuatro -objetó con un gesto de antipatía habitual en su carácter.
           - Lo siento, señora... No volverá a ocurrir.
           - Este fin de semana te quedas sin tu hora libre, y no cobrarás hasta el mes que viene -afirma confiadamente mientras se lleva la taza a los labios, esos labios agrietados semejantes a la piel de una lagartija.
           Sebastián, como siempre, responde:
           - Bien, señora.
           La vieja dama da un último beso a la vasija de porcelana china, y sorbe las últimas gotas de su amargo café. Luego, deposita la taza en la bandeja que dócilmente sostiene su criado. Doña Gertrudis, con un gesto despectivo de su huesuda mano, le ordena que se retire.
           Sebastián está a punto de cruzar la puerta cuando una golpeadora voz le retiene:
           - No se te olvide traerme mi café mañana a la misma hora... ¡Con cuatro cucharadas!
           El viejo hombre de color toma como una reprimenda el mandato de su ama.
           - No se preocupe, señora. Lo tendrá a su gusto.
           Doña Gertrudis hace un leve esfuerzo y bosteza. Mirando a un lado y al otro del salón da un pequeño suspiro y cierra los ojos.
 
           Unos instantes después, un penetrante y desagradable olor a alcohol va llenando las estancias de la mansión hasta encontrarse con el enrarecido ambiente del salón. Al mezclarse los olores, se fusionan en un indescriptible aire que hace inhabitable el aposento. Rigoberto, el único yerno de Doña Gertrudis, hace algún tiempo que se ha dado a la bebida por una desgracia de incompetencia profesional. Era contable en una ilustre empresa de artículos de regalo, bisutería y libros diversos que entró en quiebra. Las malas lenguas le achacan a él la culpa por desajustes contables, diciendo que manejaba las operaciones por la cuenta de la vieja... Tal vez sea un bulo que le ha perjudicado profundamente.
 
            Lo cierto es que Rigoberto aún no olvida el día en que fue convocada toda la familia para la lectura testamentaria de la anciana, y lo que motivó su ausencia, que fue el detonante para no incluirlo entre los beneficiarios... Ese día se produjo un apagón eléctrico, apenas la alborada dejaba ver su incipiente sonrisa luminosa. Y mientras andaban por ahí averiguando la causa de esa fuga de electrones, era inevitable caminar a tientas por las estancias de la casa donde aún vive e intentar acicalarse y emperifollarse en la penumbra y con el auxilio de la luz que proporcionaba la exigua y vacilante llama de una vela. Pero él tenía que esperar a Régula, su mujer, y a sus hijos que se hallaban en el piso de arriba en donde se encuentra el baño y cuarto de aseo. No obstante, en el piso de abajo hay un pequeño cuarto con un armario, un lavabo y un retrete, habilitado para las visitas de urgencia. Y para ganar tiempo decidió meterse allí y afeitarse, aunque él lo suele hacer con maquinilla eléctrica.
           - ¿Y cómo coño me afeito yo?-se preguntó contrariado.
           Entonces halló una maquinilla de afeitar -la casualidad y la pereza habían querido que no se inutilizase- de esas baratas de usar y tirar con la cuchilla oxidada. Rigoberto se enjabonó la cara con jabón de baño y comenzó su afeitado, y con él su calvario.
           - ¡Me cagüen la leche! !Vaya tajo me he dado!
           Miró a ver si encontraba con qué curarse y halló una botellita que olía a alcohol de 96º, y una bolsa con algodón. Tomó un poco de éte mojándolo con el alcohol y se friccionó en la herida. Supurada ésta, arrojó el trozo de algodón al retrete. Nuevamente reinició el afeitado y otra vez volvió a cortarse.
           - ¡Me cagüen mis muertos!... ¡Su puta madre!
           Reinició la curación, tomando otro poco de algodón y untándolo con el alcohol volvió a darse en la herida para después arrojarlo el váter. Así estuvo al menos una treintena de veces, cagándose en todo lo que podía, vaciando la botellita de alcohol y acabando con todo el algodón que arrojó al excusado. Tenía el rostro hecho un cristo.
           Todo este ajetreo le provocó ganas de hacer de vientre. Sentado en el váter cogió un cigarrillo para fumárselo mientras evacuaba, como tantas otras veces había hecho. Se lo encendió con una cerilla, porque no gasta mechero. Dio una profunda calada, soltando el humo con placer, mientras la cerilla continuaba ardiendo vorazmente, asediando las yemas de los dedos que la sujetaban. Rigoberto se percató de ello e instintivamente, levantando levemente el trasero la arrojó dentro del retrete. El fósforo prendió rápidamente fuego al algodón con un fogonazo que pilló de lleno sus miembros viriles. El yerno de Doña Gertrudis gritó, levantándose sin precisión en ese espacio oscuro, y se golpeó fuertemente en la sien con el pico de la ventana, cayendo con la barbilla contra el lavabo y perdiendo finalmente el conocimiento.
           Tras el ruido organizado, Régula bajó por la escalera alumbrándose con una vela, mascullando una serie de improperios contra su marido que creía había vuelto a hacer de las suyas. Pero en ese instante, empezaba a clarear el día y en el exterior comenzaba a verse luces encendidas. La mujer de Rigoberto comprobó si había vuelto la corriente. Así era. Apagó la vela y llamó a su marido:
           - ¿Dónde demonios te has metido, monstruo?
           Al llegar al cuartito para las visitas de urgencia, observó que de él salía humo y un fuerte olor a piel achurruscada, como la del cerdo que el matarife chamusca para limpiarla de su duro y recio pelo. Todavía se olía a alcohol y seguía quemándose el algodón dentro del váter.
           - ¡Menudo cristo!... ¿Qué estarías haciendo, animal? ¡ Seguro que aún te dura la jumera!
           Allí lo encontró encogido sobre el suelo con el rostro ensangrentado. Trató de comprobar si estaba consciente y se dio cuenta de que tenía los genitales enrojecidos y quemados.
           La situación parecía entre dramática y cómica. Por compasión a Régula no le dio la risa, al contrario, le producía un desaire por la inoportunidad del suceso, justo en el día y próxima la hora más importante de su vida. La mujer no estaba dispuesta a ausentarse cuando el albacea leyese el testamento, tronara o relampaguease, hubiera un terremoto y, menos aún, que el imbécil de su marido decidiera morirse descalabrado o achicharrado.
           Así que llamó a una ambulancia instando a que se apresurara mientras acababa de arreglarse, vestirse, perfumarse, en fin, de emperejilarse. Todo continuó como si no hubiera ocurrido nada, salvo el apagón de luz, hasta la llegada del vehículo de socorro.
           Al cabo de diez minutos, llamaron a la puerta dos hombres con bata blanca portando una camilla.
           - Buenos días, ¿dónde está el accidentado?
           - Pasen por aquí, por favor.
           Los sanitarios se extrañaron de la paz y serenidad que reinaban en la casa, a pesar de encontrarse a un hombre medio muerto. Con cuidado sujetaron a Rigoberto y lo colocaron en la camilla. Mientras se lo llevaban a la ambulancia, Régula les contaba cómo había sucedido, aunque con exagerada comicidad e ingenuidad, ridiculizando a su marido. Tanto era así que, cuando iban a bajar los peldaños del portal de entrada a la casa, no pudiendo aguantarse la risa, en un descuido, a los enfermeros se les dobló la camilla sin evitar que el accidentado cayera escalones abajo, rompiéndose tres costillas, dos falanges y una uña.
 
           Ahora, debido al nuevo estado mental agravado por la embriaguez, Rigoberto no habla con soltura. Por el contrario, pronuncia palabras sin sentido propias de un niño que comienza a balbucear. Junto a la estantería de libros el hombre ebrio observa un bulto que su vista apenas discierne emborronado. Se dirige hacia él tambaleándose, como si estuviera bailando con los objetos que trata de esquivar para no tropezar con ellos. Poco a poco, en su retina comienza a formarse con nitidez la representación exacta de esa figura acurrucada en el mejor mueble de toda la habitación. Sus dedos temblorosos agarran con meticuloso cuidado el brazo izquierdo de Doña Gertrudis por la muñeca, y como de un juguete se tratase le da un movimiento de vaivén, abanicando el rostro de su incomprensión.
           - No se mueve... -dice por fin de modo claro- la vieja no se mueve.
           Luego se lleva el dedo índice al labio superior para encontrar con facilidad los orificios nasales y poder hurgarse la nariz mientras asimila en su obtusa mente lo que hasta ahora ha sido un remoto sueño irrealizable. En la comisura de sus labios deja vislumbrar una pequeña sonrisa. Para cerciorarse aún más, vuelve a intentar que ese anquilosado cuerpo ofrezca un gesto de vida, pero esta vez lo hace con una pierna. La coge sin escrúpulos, la levanta y la deja caer sobre la butaquilla. A continuación hace lo mismo con la otra pierna, y no sucede nada. El cuerpo no se mueve.
           - ¡La vieja la ha espichao!... ¡Chissst! -Rigoberto se hace callar a sí mismo, como si temiera ser oído por el espíritu de la anciana, y arrepintiéndose vuelva a darle vida.
           En silencio se arrima un poco más hacia ella para mirarla con mayor detenimiento. Su vista apenas acierta a distinguir los rasgos de ese rostro confundido por la rugosidad de la piel. Ahora acerca su liviana boca para exhalarle con ordinariez su asqueroso y maloliente vaho.
           - ¡Hola, mo...mia petrificada! -exclama envalentonado, tal ánimo le produce la certeza y seguridad de lo que ha podido comprobar- ¡Sa...co de a...rrugas en conserva!... Sabes lo que te... digo... pues te digo, por si... no lo sabes, y ya va sien...do hora de que vuec...cencia lo sepa, que tienes u...na hija que de ti lo ú...nico que ha heredado son tus hor...ripilantes arrugas... ¡Qué sí... qué te lo digo yo... ancestro!...
           En ese instante, cuando Rigoberto empezaba a despacharse a gusto, es interrumpido por su cuñada Restituta, viuda de Cipriano, segundo hijo de Doña Gertrudis que a la edad de 59 años falleció en un desgraciado accidente de caballo.
           - ¿Qué haces con mamá? -dice la mujer increpando a su cuñado.
           Éste, que no se lleva bien con ninguno de su familia, y menos aún con quienes son depositarios de la confianza de la anciana, vuelca su malquerencia en Restituta:
           - Será tu madre porque la vieja ac...cedió a que te casaras con el Cipri, en paz des...canse, porque, sabes, si no te hu...bieses casado con el Cipri no ten...drías madre, y gracias a la vie...ja tienes madre y familia, si no, todav...ía seguirías sien...do una hija de p...
           - ¡Calla, desgraciado! ¡Estás borracho!
           Restituta no soporta las maneras de Rigoberto, ni sus insultos que no dejan de tener un ápice de veracidad. Se acerca preocupada a su madre política y trata de averiguar en que estado se encuentra. Entonces su cuñado le confía ágriamente:
           - La vieja está fini...quita, defuncioná, ¡espachá!... Está muerta muerta, si quieres saberlo.
           Ella no ha querido escuchar y llama a su hijo Hipólito para que avise a Venancio Tapia, elmédico de cabecera de la familia Chacón.
           Al cabo de un rato, un hombre de mediana estatura, con una incipiente alopecia, bigote y perilla, y con una grosura no inferior a la de un tonel de vino de seis arrobas, entra por la puerta del salón, renqueando, portando un maletín. Allí se encuentra casi toda la familia de Doña Gertrudis. Régula, la mujer de Rigoberto, la predilecta de la anciana -por eso regenta los negocios de la familia- parece la más afectada.
           - Gracias a Dios que has llegado, Venancio. ¿Por qué has tardado tanto?
           - Disculpadme... He venido en cuanto he podido.
           Después de varias auscultaciones y tocamientos que muy delicadamente ha practicado a ese esquelético y arrugado cuerpo yaciente, el médico dice con preocupación:
           - No le encuentro el pulso.
           - Si no lo encuentras, pon un anuncio en los periódicos -bromea Teo, al que toda situación le es indiferente, y quien en todo encuentra motivos para su sarcasmo.
           Sin embargo, se olvida de que su madre, Régula, está presente y no ha tardado en corregirle con una sonora bofetada. Otro chico del carácter de Teo hubiese sido capaz de encararse con su propia madre, pero no tienen la corpulencia y las manos de Régula. Bien lo sabe Teóclito que, como un perro herido, se ha sentado lamiéndose su orgullo en un rincón del salón.
           El médico no tiene más remedio que dictaminar el fallecimiento de Doña Gertrudis, condoliéndose por ello y consolando a la familia allí presente. Sin embargo, expresa su sorpresa pues el rostro de la anciana no presenta los síntomas propios de los cadáveres. La tez no tiene ese color pálido de muerto, ni tampoco está frío. Es un fenómeno extraño en un cuerpo al que inexplicablemente le falta el hálito de la vida. Aun así, no tiene más remedio que certificar su expiración. Y entonces, un cúmulo de sollozos, llantos y lágrimas afloran de los semblantes circundantes. Pero sólo en los de Restituta y Régula hay sinceridad y pena. En el resto un interés por cuidar las formas.
           Pronto se disponen los preparativos para el velatorio, y Régula se encarga de hacer poner una nota necrológica en la Voz del Pueblo. Quiere que salga lo antes posible y, para ello, habla directamente con Rufo Faraco, el director del periódico y de una cadena local de radio:
           - Rufo... Sí... es que ha ocurrido una desgracia... ¡Ha muerto mi madre!... -Régula llora a moco tendido. Luego, más calmada prosigue- Quiero que lo anuncies y salga lo antes posible... Por favor, es necesario que todo el mundo lo sepa. Primero lo anuncias por la radio, y el periódico lo sacas a primera hora... Bueno, pues dices por la radio que compren el periódico antes... No... gracias.... Tú haz como te he dicho... ¿Rigoberto? Borracho, como siempre... No... no es el momento... Por favor, no seas tonto y haz lo que te he dicho... Yo también... Adiós, canalla.
           Cornelio, el nieto mayor de Doña Gertrudis, un hombre al que le gusta gastar el dinero en viajes y en convidar a sus amigos mientras les cuenta sus aventuras, predilecto de la anciana, al igual que su tía Régula, ha salido en busca de Don Gumersindo, el párroco. Éste es un cura campechano, de unos 50 años de edad, que pasa largas horas echando partidas al dominó en el club social del pueblo, propiedad -ni que decir tiene- de la familia Chacón. Se diría que su dedicación a esta actividad es mayor que la que presta a su ministerio sacerdotal. Él piensa que si los hombres no van a la iglesia, la iglesia ha de ir donde se encuentran ellos. Así, entre pitos y blancas, adoctrina a los desgraciados mortales, jugándose la misa del domingo o pagándose las copas que se tercian.
           Al poco de comenzar la décima partida, entra Cornelio en el local.
           - Don Gumersindo, déjese la partida y venga a casa de mi abuela... por si puede hacer algo.
           - ¡Vaya por Dios!... Si acabo esta partida sí que haré que el boticario pise suelo santo este domingo.
           Tanto el boticario como los otros jugadores, sorprendidos por la interrupción y, al mismo tiempo aliviados, instan al cura para que cumpla con su ministerio.
           - Bueno, bueno... Ya voy... Y vosotros no penséis que os vais a librar de la misa del domingo. Volveré para terminar lo empezado y, si es que tenéis pelotas, me esperaréis.
           No hay réplica y sí asentimiento entre sus adversarios de juego, aunque sólo sea por perderle de vista.
 
           La casa está abarrotada de gente. En poco tiempo se ha corrido la voz, pero la inmensa mayoría viene más por verificar el fallecimiento de la vieja rica que por sentimiento de pesar.. A tal grado de acritud había llegado la conducta de Doña Gertrudis hacia el resto del pueblo, que le ha infundido una odiosa aversión para con su persona, eso sí, interiormente, en el corazón de cada uno.
           En estos instantes, cuando ya no cabe un alfiler de pie, Don Gumersindo dice un responso por el alma de la difunta. Cuando acaba, aprovecha el momento para sermonear a los asistentes, pues es consciente de que su iglesia no acaparará tanta gente a la que poder instruir con sus sermones. Y comienza por poner de manifiesto la bondad y generosidad -una ironía- de la difunta a la que todos han de estar agradecidos. Pero los allí presentes saben que Don Gumersindo se ve obligado a ensalzar las virtudes de la anciana, quien a menudo invitaba al cura a exquisitos banquetes, y éste, satisfecho su estómago, la dispensaba de todos sus defectos y de no ser mujer devota, otorgando a toda su familia la bula cuaresmal.
 
           Ya cerca de las doce de la medianoche, junto al cadáver no queda nadie ajeno a la familia. También van yéndose a la cama los parientes de la anciana, eso sí, asegurándose de que la difunta es velada por más de una persona. Hay un interés común porque las reliquias que enjoyan su enjuto y arrugado rostro permanezcan intactas en su lugar. Así se quedan custodiándola Cornelio, Restituta y Régula hasta que el sueño les vence, y Cornelio insiste en que sus tías se acuesten. Cosa que ninguna de las dos se decide a hacer. Pero, finalmente, Restituta sucumbe, dejando sólos con el cuerpo a su cuñada y a su sobrino.
           Hacia las dos entra Rigoberto que no camina nada sereno.
           - ¿Qué haces aquí? ¿Has terminado de empinar el codo? -le dice Régula , desconfiando de las intenciones de su marido.
           - Vamos, tía, déjalo venir -responde Cornelio-. Por una vez sé indulgente.
           Rigoberto se acerca al féretro y mira la faz inquisidora que en su interior descansa. Luego dirige esa mirada vidriosa a su mujer y reclama:
           - Eso... sé un poco más indulgente conmigo, ratoncito... Por una vez... sólo quiero hacerte compañía al lado de tu s...anta madre, en paz descanse.
           Tanto Cornelio como Régula tratan de ignorarle, evitando con ello un altercado familiar que, en estas circunstancias y a esta hora sería de lo más contraproducente y desagradable. Rigoberto que presiente esa indiferencia a pesar de su estado de embriaguez, vuelve a mirar el cuerpo estático de su suegra y se percata de la riqueza en él contenida.
           - ¡Vaya!... ¡Pero si aún lleva... los pendientes!... ¿Vamos a meterlos juntos en el hoyo? ¡Cómo si allí le hicieran falta!
           - También lleva la dentadura, si quieres más información -le apunta su mujer con ironía.
           - Sí... s...eguro que no se la ha quitad...o para morirse.
           La presencia del borracho crea un ambiente desapacible e ingrato. Hay que dejarle estar y procurar no irritarle. Si Rigoberto es un hombre agresivo verbalmente cuando está sereno, ebrio suele ser mordaz y mal hiriente en extremo.
           Pasan los minutos escuchándose sus pueriles y estúpidas frases hasta que Régula le pide que se vaya a dormir la mona. Pero Rigoberto se va más que por cansancio, por aburrimiento.
           - Me v...oy, pero no os penséis que os v...ais a quedar con las joyas... de la vieja vosotros dos solos... ¡Qué lo estáis des...eando! -dice finalmente desde la puerta.
           Hacia las cuatro piensan que es mejor acostarse y así lo hacen, retirándose, dejando sólo el cuerpo de Doña Gertrudis en la oscuridad silenciosa de la noche.
 
           Entrando sigilosamente, una figura humana se acerca al interior del salón. Cree que todos duermen y nadie sospecha de sus intenciones. Pero en su intento de hallarse sólo ante el cuerpo de la enjoyada anciana, sorprende a otra persona que se le había adelantado.
           - ¡Sargento Bermúdez! -exclama Cornelio.
           El aludido, que estaba hurgando meticulosamente en el féretro, se sobresalta, retirándose una vez descubierto, pero dejando sus huellas dactilares en las voluminosas esmeraldas.
           - Hola, Cornelio... He visto la luz apagada y la puerta abierta, y he pensado que debía entrar... A algún extraño le puede apetecer llevarse algo valioso, y por eso me he creído en el deber de vigilar. Tú sabes que hay mucho ladrón suelto por ahí... Y sería un sacrilegio robar a un muerto indefenso. Además, yo también apreciaba a tu abuela, a pesar de todo, y he querido velarla un poco.
           Cornelio reconoce que ladrones hay muchos. Están los típicos mendigos que aprovechan el descuido de sus víctimas para afanarles un poco de pasta o de comida, y poder calmar por un día el hambre. Están los yonkis que roban porque no resisten la angustia del mono. También están los ladrones encubiertos, cleptómanos, que roban más que por necesidad, por manía. Pero si de alguien no hay que fiarse ni un pelo, ése es el sargento Bermúdez que provoca las situaciones para sacarles los cuartos a los ilusos ciudadanos. Él es capaz de inventarse una infracción del código de circulación para poner una multa. Por supuesto, no admite demora en el cobro, y casi con violencia intimida al infractor a desembolsarse el bolsillo, o le retiene el coche con el que se pasea largas semanas hasta conseguir el susodicho pago de la multa.
           Cornelio se aproxima a la caja mortuoria y observa algo anormal en el rostro de su abuela.
           - Ya veo... ¿Acaso mi abuela ha estado hablando con usted?
           - ¿Cómo? -el sargento Bermúdez se siente desconcertado.
           - Si no le ha estado hablando, a lo mejor usted le ha estado contando los dientes.
           Doña Gertrudis que hasta el último momento tenía la boca cerrada, ahora la presenta un poco abierta. Sin duda, Cornelio cree que el policía la ha estado forzando para desvalijarla. Pero Bermúdez, con una sonrisa obligada, simula ignorar lo que el joven heredero trata de decirle. Minutos después, decide que es el momento de marcharse, no sin antes echar un último vistazo a las pretendidas joyas.
           - Lástima de pérdida -dice desilusionado.
           Cornelio asiente y también se lamenta porque empieza a acudir gente que, como él, van a ver frustrados sus propósitos.
 
           La hora del entierro está próxima. Hay más cantidad de gente, si cabe, que en la tarde de ayer. Este es un acontecimiento en el que coinciden amigos y conocidos que aprovechan para saludarse y para saber de sus vidas. Menos de la difunta se habla de todo. Se discute de política, se comentan los últimos resultados deportivos, se conversa sobre este y aquel famoso del cine o de la televisión. Las marujas no pierden la ocasión para enterarse de lo sucedido en el capítulo que se han perdido del culebrón de turno. Mientras tanto, los últimos llantos se pierden entre la irrespetuosa algarabía incontenible.
           Todo está a punto. El cuerpo de la anciana permanece inmóvil en su incómodo lecho de madera de pino.
           - ¿Qué hora es? -pregunta Cornelio.
           - Son casi las cinco -responde alguien.
           - Ya va siendo hora de proceder... Hipólito, ve avisando al cura.
           Entonces los llantos se acrecientan. Sólo lloran Régula y Restituta, pero parece que son mil. Desde la cocina, un olor aromático inunda el salón. Sebastián, caminando lentamente se abre paso entre la gente aglutinada, que no sale de su asombro. Poco a poco se va acercando a su destino. Hay murmullos. Lo normal en estos casos es servir tila, pero café... ¿Quién habrá pedido café?
           - Su café, señora - dice el criado frente al ataúd.
           Y entonces sucede algo que deja patidifuso a todo el mundo. Se produce el milagro, lo inesperado, la resurrección. La difunta abre los ojos e intenta incorporarse con dificultad. Un poder sobrenatural debe emanar la aromática y estimulante bebida alcaloidea para, de repente, hacer levantarse a un muerto.
           - ¡Ah! -exclaman muchos.
           - ¿Eh? -se sorprenden otros.
           Doña Gertrudis, ya incorporada, toma la taza y da un sorbito ruidoso con todas las miradas incrédulas puestas en ella.
           - ¡Sebastián!
           El criado, atemorizado, se pregunta en que se ha equivocado. Permanece inmóvil, sin pestañear, esperando el rapapolvos de labios de su dueña.
           - Esta vez te has portado... Te perdono lo de tu hora libre - dice la anciana al acabarse su café.
           Sebastián resopla aliviado y contento, mientras el resto del mundo que no ha sido invitado sufre una gran desilusión.
 
 

 
 
 
MANUEL ÁNGEL NICOLÁS
 
 
 
 
EL EXTRAÑO DIVIESO
 
 
 
 
Julius, preocupado más que ninguno por la situación que atravesaba, no sólo el país, sino el propio Philippe Faussaire, Presidente de la Nación, encabezaba el grupo que se dirigía a la residencia del mandatario. En el Congreso habían consensuado formar una Comisión de Investigación, integrada por Fuerzas de Seguridad, algunos representantes del Gobierno y otros tantos de la Oposición. Julius Angelot formaba parte de ella en calidad de médico personal del Presidente. A tal grado de incertidumbre y desconfianza habían llegado las incomparecencias de éste a las sesiones parlamentarias que dudaron de su capacidad para gobernar. Se temía lo peor, pues si no se creía en su cobardía, sí en su orgullo político para ocultar cualquier deficiencia que denotase su precario estado de ánimo.
 
Todo empezó un día que decidió ausentarse del Parlamento, alegando razones de Estado. Fue el mismo día que acudió a la consulta de Julius porque le había salido un grano en la frente que deterioraba su imagen.   Sí, fue en una de las tantas veces que pasaba delante de un espejo intentando buscar la facción que más le favorecía. Algo que mucho antes había pasado desapercibido, afloraba inquietante en su frente, justo entre los ojos. Un diminuto grano de color amoratado se pronunciaba antiestéticamente en su rostro. No parecía un grano normal, ni siquiera una de tantas espinillas que se reproducían habitualmente en la piel grasienta como la suya, fáciles de eliminar con la aplicación de cualquier crema convencional. Ese prolijo furúnculo tenía el aspecto de una anómala pústula extrañamente asemejada a una incipiente hemorroide.
Philippe no estaba dispuesto a manifestar, ni siquiera a dar la sensación de que había razones de salud que le impedirían ejercer su mandato, pues bien conocía el ímpetu voraz y mordiente con el que sus adversarios políticos se enfrentaban rebatiendo todas sus decisiones de gobierno. Así que acudió a la consulta de su viejo amigo Julius Angelot, a pesar de que éste discrepaba enfervorizadamente de sus ideas, las cuales tenía por utópicas y carentes de sentido común muchas de ellas.
- ¡Hum...! Esto es algo muy feo, Philippe -observó Julius
-¿Puedes decirme qué es?-preguntó el presidente, intrigado.
El médico volvió a observarlo más minuciosamente y tomó algunas anotaciones. Luego, apartándose de su paciente, se acercó a la pequeña biblioteca técnica que tenía en la consulta, y comenzó a buscar con la mirada, tropezando en un título de epistemología dermatológica que decía: <<Pústulas, granos y furúnculos>>. Tomó el libro y buscó en el índice la parte que trataba sobre la formación de furúnculos extraños, causas y consecuencias, y medios de erradicación.
Philippe esperaba ansioso que su buen amigo diera con el diagnóstico exacto. Como éste tardara más de lo preciso, empezaba a impacientarse:
- ¿Tanto cuesta diagnosticar un simple grano?-preguntó con cierto tono sarcástico.
- Mi querido señor presidente -objetó Julius con precisión, algo ofendido-, no estamos ante un simple grano fácil de eliminar con la mayoría de las pomadas que se pueden adquirir en todas las farmacias. Nos encontramos ante un moris corrupti furunculus, una especie de pústula o divieso extraño que suele aparecer normalmente de forma inadvertida en cualquier parte del cuerpo, pero más frecuentemente en el rostro, en las nalgas y en las entrepiernas, y que tiende a estabilizarse. Pero en casos aislados puede llegar a reproducirse y desarrollarse de forma imprecisa e indeterminada.
- ¿Qué quieres decir? -preguntó Philippe, inquieto y preocupado.
- Pues que el tuyo no es normal -dictaminó el médico.
Este diagnóstico provocó una reacción en el pàciente que nunca hubiera imaginado el propio Julius. tan habituado a ver a su amigo Philippe Faussaire sonriente, altivo, afrontando siempre los envites políticos y las controversias parlamentarias con entereza y dignidad, observaba cómo su rostro se apagaba silenciosamente, y su mirada introspectiva chocaba confusamente con las páginas del libro que él aún sostenía.
El paciente parecía volver de nuevo en sí, después de ese raro shock, y quiso saber qué podía hacer para atajar el creciente desarrollo de su furúnculo.
- ¿Quieres una receta como médico o como amigo? -preguntó Julius en un tono complaciente e interesado.
 Philippe hizo un gesto de incredulidad.
- Como médico te diré -Julius se aventuró resueltamente en su examen- que dado su alto grado de contagio, pues se transmiten por el simple contacto, debes evitar precisamente eso, el contacto con cualquier persona que tenga un moris corrupti furunculus, pues aunque ellos no lo desarrollen, pueden potenciar el crecimiento del tuyo... Como amigo te aconsejo que renuncies a tu cargo, alegando razones de salud, y vivas lo más retirado que puedas de la política.
El Presidente escuchó a su médico no sin recelo, porque aun siendo amigos, él sabía que si Julius pudiera haría, lo imposible para que no promulgase sus programas de progreso y futuro. Así que, una vez dejada la consulta médica, Philippe Faussaire resolvió seguir en su cargo, procurando subterfugiamente cuidar su imagen, y tratar del asunto con sus ministros.
Al cabo de una semana, el Presidente se entrevistaba con su Ministro del Interior, Jàcques Fauborgneuf. Era ésta una reunión privada en la que no se tratarían cuestiones relacionadas con el Departamento de Interior, aunque no se descartaba alguna alusión o recomendación personal sobre determinados aspectos relacionados con el Ministerio.
Philippe aprovechó la afición de su ministro por la equitación para dar un paseo a caballo mientras conversaban. Después de cabalgar un buen rato, los dos jinetes desmontaron en un rellano, y el Presidente manifestó a Faubourgneuf su gran preocupación por el deterioro de su imagen.
- Pienso que no debes preocuparte tanto por eso -le tranquilizó el ministro.
- ¡Cómo no voy a preocuparme, Jàcques, si este dichoso grano engorda cada vez más como una asquerosa bola inflada de... Dios sabe qué! -exclamó desairado el Presidente.
Faubourgneuf le miró con su acostumbrado aire conmiserativo, y como hombre de muchos recursos, queriendo despreocupar a su Jefe, le propuso acudir a todas las sesiones públicas y parlamentarias cubierto con un sombrero que le tapase la frente. Así podría ocultar el furúnculo aduciendo un cambio de imagen provisional.
Philippe no dijo nada, aunque se quedó pensativo, como quien no termina de ver clara la situación. El ministro insistió en que ésa sería la mejor manera de solventar el problema de su malograda imagen, a no ser que quisiera aparecer en público con un vendaje en la cabeza, creando una mayor preocupación, no sólo a los miembros del gobierno, sino también a la Oposición. esto encresparía los ánimos de todos, solicitando su renuncia inmediata a la Presidencia de la Nación, y era obvio que Philippe Phaussaire de ningún modo estaba dispuesto a dejar su cargo.
Para convencerle definitivamente de que no había porqué darle mayor importancia al asunto, y de que la presencia de ese ridículo grano sería una protuberancia transitoria, le mostró uno idéntico que le había salido a él en la cerviz. Era un minúsculo divieso de color amoratado de un centímetro de grosor.
- ¿Has acudido al dermatólogo?-le preguntó Faussaire interesado.
- ¿Por qué?... No me molesta -decía despreocupado Jàcques- y además, pasa desapercibido. Por otro lado, llevo varios años con él y está como cuando surgió... No es nada importante.
El Presidente comprendió que lo que su ministro portaba en la nuca era un moris corrupti furunculus de desarrollo estable.
Después de esa entrevista, Jàcques Faubourgneuf presentó su dimisión ante el Parlamento aduciendo razones personales, y Philippe Faussaire aparecía en público llevando un gran sombrero que le cubría toda la frente, causando extrañeza y recelo entre todos los diputados y senadores, e incluso entre los propios miembros de su Gobierno.
Pero fue Narcisse Scies, Primer Ministro y brazo derecho de Phaussaire quien solicitó una reunión privada urgente, preocupado por la deteriorada imagen de su Presidente, y por el descrédito que producía al Gobierno que empezaba a tambalearse. Cuando supo la causa, creyó que su Jefe exageraba, y para convencerle de ello le señaló el lugar dónde a él le había salido uno igual:
- En el culo... Justo encima de la nalga izquierda, aunque es bastante más pequeño que el tuyo.
- ¿Te ha visto un médico?-preguntó Philippe algo precavido, procurando distanciarse de su hombre.
- No lo he creído necesario… Apenas me molesta –contestó Scies desconcertado.
- Creo que deberías acudir a un dermatólogo… Nunca se sabe –sugirió Faussaire en tono displicente.
Unas semanas después, el Primer Ministro presentó su renuncia al cargo ante el asombro de todos, que veían como la estabilidad del Gobierno se quebrantaba, en tanto que Philippe Faussaire se distanciaba cada vez más de sus hombres, ponía en entredicho la Presidencia de la Nación y propiciaba el descontento y enojo a toda la Oposición en pleno.
Pero el Presidente permanecía impasible, sin comparecer ante el Parlamento, sin querer dar explicaciones a la opinión pública de su periclitada imagen. Ciertamente hacía tiempo que Faussaire dejaba intrigado a todo el mundo.
 
Acudían a media mañana por la quinta palatina. Había un silencio sepulcral que era absorbido por la presencia de numerosos espejos que colgaban conspicuamente de las paredes de cada una de las estancias de ese suntuoso palacio. Era extraño encontrarse la villa abierta y a los perros guardianes encerrados en sus casetas. No parecían percatarse de ninguna rareza, pues dormían a pierna suelta como auténticos lirones.
Julios atravesó el largo pasillo buscando los aposentos, temiéndose lo peor. Nada en las habitaciones de abajo. Subió por la escalerilla del hall al piso de arriba. Buscó en cada una de las habitaciones hasta dar con una que estaba cerrada con llave. Pidió ayuda para forzar la cerradura.
- ¡Dése prisa, hombre! –solicitó Julios claramente preocupado.
- ¡Ya va…ya va!
Al fin podía abrirse la puerta, mostrando al fondo de la habitación una desagradable visión.
- ¡Oh, Dios! –exclamó alguien horrorizado por la impresión de ese retrato en carne muerta.
Allí, tumbado en el suelo bajo uno de los espejos yacía descompuesto el cuerpo sin vida de Philippe faussaire. Su rostro demacrado, osámbrico, había sido devorado por multitud de gusanos que emergían indefinidamente del extraño divieso, el cual había alcanzado el tamaño de dos pelotas de tenis.
 

 
 
MANUEL ÁNGEL NICOLÁS
  
EL GRILLO BLANCO
 
  
              Esa tarde se acomodaron en la terraza Sirvent. Andrés pidió un JB con limón y Ricardo un zumo de naranja natural. Este que se sentía un poco raro, algo incómodo- había dejado de visitar bares y lugares afines, los cuales consideraba mundanos y corruptores de las buenas costumbres- trataba de justificarse ante su amigo y le dijo que tenía prohibida toda bebida consumista, que aún no había alcanzado el grado de elevación que sólo los “iluminados” de Camino de Luz y Fe poseen, capaces de no dejarse arrastrar por las cosas mundanas aunque mil veces las probasen.
              Mientras observaba con celo y un cierto grado de admiración a su amigo, le vino al recuerdo el reconfortante paseo que ambos hicieron una semana antes en la falda de la Cresta del Gallo, al amparo del Santuario de la Fuensanta. Los ojos de Andrés no cesaban de contemplar minuciosamente todo tipo de movimiento animado, en tanto que Ricardo trataba de convencerle, con el ánimo tal vez, de hacerlo prosélito de su religión, hablándole acerca de las bondades de su fe y las privaciones que conlleva su filosofía de la vida. Cuanto más tesón ponía en persuadirle, mayor era el empeño observador de Andrés, tanto que el sentido de su oído iba disminuyendo mientras aumentaba el de su vista, hasta conseguir no tener más sentidos que los que le permitían percibir a través del iris de sus ojos la realidad material, sin distracciones y con perfecto conocimiento de lo que le rodeaba.
              Ricardo aún le hablaba con pertinacia cuando la mirada de Andrés, elevada por encima de las delgadas copas de los pinos, había fijado su atención en el vuelo cándido de una sencilla ave columbiforme.
  
              Sin embargo, Ricardo aún continuaba importunándole con perseverantes palabras llenas de hermética convicción ideológica. Trataba de que su amigo recapacitase y considerase con buen ánimo lo que le ofrecía, como única verdad y camino para ser feliz. Pero, en Andrés, cada vez se fortalecían más las ideas sencillas que saciaban de felicidad su mente y hacían de sus facultades una muralla acorazada que se regocijaba viendo volar una paloma negra y escuchando la monocorde melodía de un grillo blanco… Si así él era feliz, ¿a quién le importaba?
              Cuando acabaron el paseo, Ricardo Moner comprendió que había fracasado en su intento de convertir a su amigo a la religión de la que tan sólo hacía año y medio era ferviente adepto.
              Andrés notó que a Ricardo se le anudaba la garganta cuando una vez más le insinuaba la posibilidad de reconsiderar su vida y empezar a bregar en el nuevo mar que le estaba abriendo delante de sus férvidos ojos. Fueron varias las ocasiones en las que le había hablado de camino de Luz y Fe, secta religiosa fundada por un ideólogo norteamericano a principios de siglo. Muchas sectas habían proliferado en los últimos tiempos, pero sin duda, la profesada por Ricardo había alcanzado un buen número de ingenuos y enfervorizados fieles. Normalmente suelen ir en parejas, tratando de hacer prosélitos, predicando el bien y asustando a la gente con la inminente llegada del fin del mundo.
              Sin embargo, Andrés Bello era alguien especial y, sobre todo, buen amigo de Ricardo Moner, quien era consciente de que sólo él, con un trato personal, podría convertirlo. Ambos se conocieron el la Universidad, mucho antes de que Ricardo ingresase en dicha secta, y supo ver en Andrés un muchacho afable, sencillo, y sobre todo, atento, por lo que decidió que también podría formar parte de Camino de Luz y Fe.
              - Lo que menos me gusta-le dijo Andrés a su amigo con respeto después de escucharle- es la intolerancia y la rigidez de vida que presentáis… Me recuerda mucho al fanatismo religioso de los fariseos y a la hipocresía de sus actos. No quiero decir que vosotros… tú, en tu religión, no vivas con coherencia, pero hay tantas religiones que, en síntesis, vienen a predicar lo mismo y presentan las mismas normas de vida… Por ejemplo, algo que me cabrea mucho es la falta de sensatez, el sinsentido al que conduce el rigorismo de algunas prohibiciones, como la de no permitir las transfusiones de sangre… Yo respeto mucho las creencias y la vida de las personas, su fervor y sus convicciones tan acérrimas que les llevan incluso a sacrificar a sus propios hijos en pos de su religión, pero no las comparto. No me parece bien dejar morir a un hijo porque su religión les prohíba donar sangre. Creo que faltan a la caridad, al amor, al respeto que deben dar a los hijos… No me parece bien dejar morir a nadie por una práctica religiosa. Se estaría cometiendo una injusticia… Si creéis tener la verdad, ¿qué verdad es ésa que trae tanta desdicha, tanta infelicidad?
              A Ricardo, esta convicción de Andrés le dejó sin argumentos, pues, realmente, lo que acababa de decir tenía fundamento, y el ejemplo que sacó a colación fue un suceso que había llenado a todo el mundo de indignación. Ocurrió hacía unos meses y había ocupado las primeras páginas de todos los periódicos: “Unos padres han dejado morir a su hijo de dos años al negarle una transfusión de sangre, porque la religión que profesan se los impide”.
              Ricardo, por primera vez empezaba a percatarse de quien tenía ante sí, y posiblemente fuera mayor la dificultad para lograr su propósito. Aún más, se daba cuenta de que su amigo no era uno más del montón. Su fe parecía inquebrantable. No es que Andrés oliese a incienso o tuviera las rodillas encallecidas, pero sí respiraba con agrado el ambiente de sus padres y abuelos.
              En una ocasión ocurrió algo que se le quedó muy grabado para fortalecimiento de su fe. Esto es, una mañana festiva tocaron la puerta de su casa y la abrió su abuela. Ante ella se presentaron dos jóvenes, chico y chica, que decían pertenecer a una de estas sectas. La anciana que era devota católica les preguntó la edad que tenían. El muchacho respondió por los dos:
              - Ella dieciocho y yo veinte.
              - ¡Qué lástima!... Tan jóvenes y ya condenados –ironizó la abuela, no sin compasión.
              Ante el rostro de Ricardo que ofrecía un gesto de impotencia, sin respuestas con las que poder romper esa muralla de franqueza y seguridad que procuraba mostrarle, Andrés le dio el último sorbo a su bebida. Luego se ofreció a pagar la consumición, pero, aunque Ricardo lo tenía prohibido –de ninguna manera debía beber, ni siquiera colaborar en la administración de bebidas consumistas- se adelantó con un forcejeo cariñoso.
              - Nos vemos… Cuídate –le dijo finalmente Andrés mientras se alejaba con algo de prisa.
              Ricardo, con el zumo de naranja entre sus dedos mirándolo, reflexionaba. Era consciente de su fracaso, y sin embargo se resistía a aceptarlo… ¿En qué había fallado?, se preguntaba una y otra vez al mismo tiempo que trataba de explicarse lo inexplicable. Cuando tuviese que rendir cuentas de su proselitismo ante los superiores, ¿qué razones iba a esgrimir para justificar su fracaso?... Sin embargo, por su cabeza confusa ahora, le rondaba esa pregunta que le había dejado sin palabras: “Qué verdad es ésa que trae tanta desdicha, tanta infelicidad?”. Si él poseía la verdad, ¿por qué no ha sabido dar razones de ella a su amigo?.
              En otra ocasión –le trajo entonces el recuerdo a Ricardo- fue con otro miembro de Camino de Luz y Fe, visitando familias para explicarles versículos memorizados de la Biblia, predicándoles lo mal que está el mundo, y que es necesario que todos nos ayudemos viviendo la caridad, y otras cosas así por el estilo. Hasta que se toparon con alguien que se hallaba trabajando en su huerta.
              - ¿De modo que hemos de ayudarnos unos a otros?... Pues, ¿por qué no empiezan echándome una mano?
              - Discúlpenos… Ahora tenemos prisa –dijo el compañero de Ricardo, comprendiendo que nada conseguirían.
              Ricardo se daba cuenta también de que en Camino de Luz y Fe había lagunas, focos de oscuridad, una verdad poco clara y confusa.
              Unos minutos que le parecieron horas permaneciendo con ésta y otras cavilaciones le impidieron terminarse el contenido de su vaso. Dejándolo en la mesa decidió abandonar la Terraza. Era ya noche cerrada. Caminó un buen rato con el pensamiento abstraído, dejando atrás el bullicio de los cafés y las terrazas, el ruidoso rugir de los contaminantes motores, la deslumbrante e impía luminosidad del tráfago comercial.
              Así, el silencio dejaba paso a la soledad interrumpida por la presencia de algún que otro gato husmeando en los contenedores de basura. Hasta que una música intermitente que salía de dentro de las grietas de una pared le hizo recobrar el sentido. Se dejó guiar por el invariable tono musical y buscó, sugestionado por el concierto, el desconcierto de su reflexión. Entonces sus ojos se asombraron, al mismo tiempo que una fuerza inexplicable en su interior le hizo sonreír. Más aún, alegremente reía sin cesar de mirar con sorpresa, incrédulamente, un enigmático grillo blanco que se encontraba perdido entre esas ruinas.
 

 
MANUEL ÁNGEL NICOLÁS
  

EL NOVIO DE GERTRU
   A las dos y cuarto, como un reloj, Sebastián sirve el almuerzo. El primer plato expande un fuerte aroma por el comedor. Es sopa de ajo. A Doña Gertrudis le chifla comer todo lo que tiene sabor a este condimento. No así a su joven y obeso invitado que observa tímidamente como la vetusta anfitriona sorbe ávidamente el viscoso alimento.
Anatolio, que así se llama el muchacho está ansioso por conocer el motivo por el cual ha sido invitado a almorzar con la mujer más importante de Esparragalito de la Cruz. Él es extremadamente grueso, semejante a un gigantesco globo rugoso a medio inflar con figura humana. Mofletudo, de ojos pequeños y nariz roma tiene la frente hundida y carece de incisivos en una desajustada boca que pasa desapercibida sobre una prominente papada.
Mientras una se emplea en el ejercicio masticatorio y el otro hace ascos silenciosos, una mosca procedente de la habitación contigua con destino a la cocina pierde el rumbo penetrando desorientada por la eximia abertura de la puerta del comedor, dando giros alocados y aterrizando forzosamente en el cada vez más mermado plato de Doña Gertrudis. El infortunado díptero chapotea desesperado pringando sus peludas patas de la vil sopa, y trata de llegar a la orilla del hondo y valioso recipiente de porcelana china. Pero cada intento es un reiterado fracaso, pues sobre su ímpetu apresurado por salvarse del naufragio, se cierne aún más veloz una voluminosa y argéntea cuchara removiendo el líquido pringoso y dificultando la operación.
De forma insistente no ceja la desgraciada mosca de buscar suelo firme, zafándose una y otra vez de ser acometida por la voraz cuchara. Por fin, apenas queda un sorbo de sopa, y el  insecto sintiéndose a salvo por unas décimas de segundo, intenta quitarse de encima la pringue, limpiándose con la curiosidad que la caracteriza sus patas y alas. Pero de nuevo sufre la embestida de la gigantesca cuchara que la eleva envuelta en el viscoso lodazal con sabor a ajo, y horrorizada ve cómo es engullida.
- ¿Y bien, hijito…? ¿No sabes que es de mala educación dejar la comida?-le reprocha Doña Gertrudis al joven, que atónito ante la voracidad de la anciana, no ha probado ni una sola cucharada.
- No, zeñoraEz que el ajo no me zienta bien.
- Está bien, hijito… Ya me la tomaré yo.
De nuevo, Doña Gertrudis emplea su avidez en el plato de su invitado que alucina viéndola embuchar.
-No –piensa el joven- como puede comerze eze bodrio.
Al cabo de media hora, una vez han acabado ambos comensales de tomarse el postre, se levantan y van al salón a saborear el exquisito café que tan solícitamente les tiene preparado Sebastián, el viejo criado.
- ¿Conoces a mi nieta?
- ¿Acuála?
- ¿Cómo que cual…? ¡Gertrudis, por supuesto!
Anatolio, tembloroso, toma su tacita de café para disimular su rubor. Bebe.
            - ¿Y bien…?
            - Zí, zeñora –respondió el muchacho sin levantar la vista del negro y cremoso líquido.
            Doña Gertrudis ordena a Sebastián que le traiga un pequeño cofre de plata donde guarda sus objetos íntimos. El criado acude a la velocidad acostumbrada por su edad, un tanto desesperante.
            - Sospecho que mantiene en secreto una relación con un hombre…
            - ¿Una relazión?- interrumpe Anatolio con extraña sorpresa.
            - Sí. Perece ser que tiene novio… En una ocasión nos advirtió que se veía con un hombre, pero no la hicimos caso. Tal vez esto no sea verdad, pero lo cierto es que alguien la está escribiendo periódicamente.
            - ¿Alguien ezcribe a la Gertru en zecreto? –el interés del joven se acrecienta, como si a él mismo le afectara.
            - Sí, voy a darte a leer una carta para que juzgues por ti mismo… ¡Sebastián, aprisa que me desesperas!
            El viejo criado asoma por la puerta con una cajita plateada.
            - Señora, su cofre.
            - Déjalo ahí y retírate.
            Cuando Sebastián después de un silencioso minuto deja el salón, Doña Gertrudis abre el íntimo y valioso cofre y saca un papel doblado. Lo despliega y se lo entrega a Anatolio, quien comienza a leer lo que en él hay escrito:
 Querida Gertru:
 Desde el primer día que sentí tu presencia no hay noche que en ti no piense. Si mis ojos pudieran verte cuando estás ausente, el Cielo se haría presente. He palpado tu rostro y me imagino la belleza completa. He acariciado tu pelo para que permanezca presente tu persona hasta que de nuevo vengas a verme.
 Mi alma está inquieta hasta que llegue esa hora.
 Amorosamente,
                          Crispino
 
            - ¡Crizpino! -exclama Anatolio, incrédulo y sorprendido- ¿Uzté conoze a eze Crizpino?
            - Hijito, para eso te quiero a ti… para que averigües quien es.
            - ¿Y qué quiere Uzté que haga?
            - Quiero que vigiles a mi nieta, que revises las cartas que escribe, que hables con ella si fuera preciso…
            Doña Gertrudis ha prometido recompensarle con un reloj de oro y un fajo de billetes lila por su trabajo. Además, hablará con quien tenga que hablar para que asciendan a su padre que trabaja en el edificio de Correos de portero.
            A Anatolio le ha alegrado mucho la oferta de la vieja multimillonaria, aunque no tanto eso de hacer de espía.
 
            Cinco semanas después, a las cinco de la tarde, Gertru sube al autobús que va a la Ciudad. Todas las semanas hace lo mismo. Ésta es la conclusión a la cual ha llegado Anatolio que disfrazado de Oliver Hardy para pasar desapercibido, sube al mismo autobús. El vehículo se detiene en la plaza de Correos donde se apea la nieta de Doña Gertrudis. Aquella, aunque no sospecha que el hombre disfrazado la está siguiendo, camina muy aprisa haciéndole sudar lo suyo.
            Al cabo de unos minutos se detienen. La muchacha echa en el buzón de Correos un sobre. De nuevo inicia la marcha y se introduce en la calle Platería. Se vuelve a detener esta vez frente a un kiosco.
            - ¿Me da cinco pavos de caramelos y un pirulí? –solicita Gertru.
            Anatolio disimula viendo las revistas. Se siente observado por la joven. El kiosquero no se fía de él y le pregunta:
            - ¿Desea algo, caballero?
            - Deme el último Mortadelo y Filemón. 
            Gertru se marcha con sus caramelos y su pirulí. Anatolio suspira. Piensa que ella nada sospecha. El kiosquero le vende la revista solicitada. Recibe quinientas cucas y el otro, sin esperar el cambio, sale corriendo a toda prisa tras los pasos de la muchacha. La gente le mira. Le parece divertido ver bailar una inmensa barrigota al compás de unas gruesas piernas. El calor y el sudor le han escoriado las ingles, por lo que se la hace más difícil seguir a la nieta de Doña Gertrudis.
            En la plazoleta de la calle, un grupillo de gente observa a una cabra equilibrista encima de un taburete, mientras su dueño, un gitano enjuto y mostachudo da vueltas al manubrio de un rudimentario organillo musical. Al finalizar la alegre melodía a ritmo de pasodoble, un churumbel harapiento y con la tez sucia extiende su desgastada gorra a los agrupados transeúntes mirones esperando la recompensa por el arte exhibido. Pero apenas unas míseras monedas nutren la gracia vertida por el simpático animalillo.
            Gertru le regala al mugriento arrapiezo su pirulí, que sonríe como un descosido avariento ante el descubrimiento de un añorado tesoro. Después, el mostachudo gitano y su churumbel buscan suerte en otro rincón, arrastrando el organillo, el taburete y la cabruna mascota.
            Anatolio, jadeante, ha conseguido alcanzar a la muchacha. Apenas sí les separan un par de metros, aunque Gertru, obcecada en los pensamientos que rondan su corazón, no se percata de su inmediato seguidor. Ni siquiera las risas y los comentarios burlones de la gente que no aparta su mirada de ellos inducen a la heredera predilecta de Doña Gertrudis a curiosear qué es lo que tanta gracia le hace… Ella, lambrija y más fea que un dolor de muelas, y Anatolio amondongado y más amorfo que el muñeco de Michelin son un puro espectáculo ambulante.
            - Mira, mamá, el gordo y el flaco –ríe un rorro apenas salido del cascarón.
            Al final, en una esquina, un pobre ciego se gana la vida tocando la flauta. Gertru se sienta a su lado obnubilada por la aguda y melodiosa música. A pocos metros, Anatolio les observa resoplando.
            - ¿Cuánto llevas sacado hoy, Crispino? –le pregunta la joven al ciego, una vez acabada la melodía.
            El grueso y adiposo espía piensa que al fin a conseguido descubrir al autor de las cartas, a ese hombre del que la mal parecida mujercita dice que es su novio.
            - ¡Oh, mi joven y bella flor de iris! Mi corazón se ha soliviantado al sentir tu grata presencia… Hoy la gente parece insensible al dulce canto de mi flauta… ¿Y qué haces tú aquí? ¿Me has traído caramelos?
            - Sí.
            - ¿De los que me gustan?
            - De los que te gustan
            - Gracias… ¡Qué bella persona eres!
            - ¿Por qué no me dices cosas agradables como de costumbre?
            Gertru coge una grabadora que lleva encima al estilo de una periodista y permanece atenta a las palabras del ciego.
            - Si pudiera verte mis ojos no se saciarían de la fulgurante hermosura de tu espíritu. Eres dulce como un caramelo de los que siempre me traes. Suave como la brisa de la primavera acariciando las más bellas flores que brotan en los corazones limpios del atardecer. Pura como el agua cristalina de las virginales fuentes de la naturaleza. Tu perfume… Acércate que te huela… ¡Ah!... Delicioso perfume de blanca flor envolviendo mis sentidos eternamente…
            - Tengo que dejarte –le interrumpe la mujercita.
            - ¿Tan pronto? Aún no he acabado.
- El próximo día podrás decirme más cosas, ¿vale?
- Vale, pero hoy estoy inspirado.
Gertru se marcha satisfecha dejando al pobre ciego con su inspiración. Anatolio no sale de su asombro. ¿Realmente ese ciego es su novio?, se pregunta una y otra vez. Para salir de dudas, cuando Gertru se ha alejado lo suficiente, se dirige a Crispino y comienza a interrogarle:
- Buen hombre, ¿de qué conoze a eza mujer?
- ¿Quién es usted?
- Zoyzu novio –responde con resolución.
- Ella me regala caramelos y yo le digo palabras hermosas…
- ¿Por qué razón?
- Porque además de ciego y músico soy poeta.
- ¿Qué relazión tiene con ella? ¿Dezde cuándo la ezcribe?
- Usted me ve… soy un pobre ciego. ¡Qué más quisiera yo que poder escribir lo que pienso!
Anatolio se ha dado cuenta de la burrada que le ha preguntado. Se disculpa obsequiándole con su “Mortadelo y Filemón”, y se marcha.
 
Otra semana más tarde el joven se presenta a la hora de la merienda en la mansión de Doña Gertrudis.
-, zeñora, como le digo, eze Crizpino ez un pobre ziego que da láztima verle tocar la flauta –le explica el joven a Doña Gertrudis, mientras nutre su andorga con pastel de frambuesa.
- ¿Has hablado con mi nieta?
- Poca coza… Nada máz que una vez le hablé de Crizpino y zin mediar palabra me mandó a freír ezpárragoz.
- ¿Eso hizo?
- Zí.
Anatolio acaba con el último trozo del pastel y se relame los dedos.
- Entonces, ¿quién la escribe? ¿Qué has averiguado? –pregunta Doña Gertrudis más que intrigada.
- Haze una zemana la vi pararze junto a eze ziego, le dio carameloz y ézte le hizo una poezíaLa  Gertru coneztó una grabadora para no perder detalle de lo que el ziego dezía
- ¿A dónde quieres ir a parar?
Anatolio levanta su voluminoso trasero de la quejumbrosa silla en la que está sentado y hurga torpemente con sus gruesos dedos en un bolsillo de su pantalón. De él saca un arrugado sobre dentro del cual hay una también arrugada carta.
- Anteayer, como otraz vezez, zeguí a la Gertru a la Ziudá hazta el edifizio de Correoz. Allí la vi echar ezta carta que logré zuztraer del buzón.
Doña Gertrudis mira el remite y la dirección escritas en el sobre. No hay remite y la dirección…
- ¡Va dirigida a mi nieta Gertru!... ¿Estás seguro de que esta carta es la que ella echó en el buzón?
- Zeguro, no me cabe la menor duda.
La vetusta mujer despliega con sus huesudas manos la carta y lee su contenido:
            Mi querida Gertru:
 Aún lejos mis ojos no se sacian de la fulgurante hermosura de tu espíritu. Me gustas tanto como un dulce caramelo. Tu pelo es suave, y tu piel como la brisa de la primavera acariciando las más bellas flores que brotan en los corazones limpios del atardecer. Eres pura como el agua cristalina de las virginales fuentes de la naturaleza. Tu perfume… ¡Ah!, delicioso perfume de blanca flor envolviendo mis sentidos eternamente…
            ¡Cuánto deseo tenerte cerca para gozarte!
            Amorosamente,
                                   Crispino
- Es una carta como las otras –dice Doña Gertrudis sin extrañeza.
- Zi, pero ezcritaz por ella mizma –aclara Anatolio.
 

 

 
   
MANUEL ÁNGEL NICOLÁS
 
 
 
  
Los verdugos de la noche
 
  
 
 
ACTO PRIMERO
 
 
EN EL HUERTO
 
  
 
CUADRO PRIMERO
 
 
ESCENA I
LA AGONÍA
1
 
Un temor grande y profundo penetra
por los poros divinos
de tu divina piel,
y veo tu humanidad...¡Oh, Dios
aguardando penas y muerte!
¿Acaso
no deseabas Tú mismo
sufrir, morir, con gran deseo comer
esta Pascua conmigo?
¿Cómo dejas que la triste amargura
anegue tus amorosas entrañas
y el temor tus venas inunde , inunde
el desánimo tu alma?
 
 
 
2
Sé que es para demostrarme tu amor,
sé que es para acercarte más a mí,
para que comprenda aún
más de cerca en qué inmenso
océano de dolores
te encuentras sumergido.
Mas veo -y deseo conmoverme- tu rostro 
humanizado bañado en sudor,
en sangre y en sudor.
 
Presencio las angustias
insoportables que amante soportas,
y en tu alma advierto un gran tedio que sólo
experimenta tu divinidad 
hasta el último extremo.
 
¡Oh, Dios atormentado, con crueldad,
fieramente torturado, sufriendo
aun antes de la muerte,
aun antes de la traición y la afrenta,
aun teniéndome cerca,
junto a Ti, antes de que me venza el sueño,
y mi carne débil se avergüence, y huya!
 
3
 
Lágrimas derraman tus ojos mansos
porque ven anticipada tu muerte,
ojos limpios que sienten
el menosprecio de los hombres, ojos
que miran con dulzura,
que atraen con devoto y férvido amor.
Lágrimas de súplica y de consuelo
ante la cruel presencia
de insufribles dolores,
de escarnios afrentosos,
de ignominias e infamias deshonrosas,
ante la soledad
en un mar de torturas y desprecio...
 
¿Cuál es la recompensa
a tu infinito amor?
¿Qué maldades, qué culpas, qué sacrílegas
acciones te entristecen
y vivamente afligen?
¿Qué bestia inmunda viene
a rasgar tu Sagrado Corazón?
 
 
 
 
ESCENA II
 
LA TRAICIÓN
4
Tantos pecados, tanta ingratitud.
Tantas palabras que te azotan, tantas
obras que te flagelan y te clavan
y te hieren... Como cruel
verdugo te miro bañado en sangre.
 
Y tu vas al encuentro
de tu ansiada Pasión,
y vas, vas a mi encuentro,
amorosamente vienes a mí,
otro Judas traidor,
otro cobarde que se acerca a Ti,
que de tus bienes goza,
que de ser tu discípulo se gloría
y se avergüenza de esa humildad tuya.
 
5
¡Oh, Jesús! ¡Cuántas veces
a Ti me he acercado , débil, dudando
de tu divinidad!
Tantas veces te he traicionado yo
con la impasibilidad del incrédulo,
con la impiedad del necio,
con la indigna deslealtad del ingrato.
Mis labios que han pronunciado tu Nombre,
que tantas veces se han congratulado
y se han jactado en tu servicio y han
elogiado tus hechos
y han besado tu manso
rostro, ahora cobardemente te abrasan
con un beso impío -señal de traición-.
 
6
Y te abrazo con los ojos cerrados
para no verte, para no sentir
tu mirada amorosa,
para no oír el reproche cariñoso,
de reconciliación que me acusa y me
disculpa, y me disculpa con pena, y me
acusa sin rencor,
sin odio... ¡Ah, pero yo no quiero odiarme,
no quiero caer en el abismo triste
y oscuro de la desesperación!
Y mientras, tu Nombre escucho entre insultos
sacrílegos e irreverentes actos,
atado con las cuerdas del olvido
por las gentes incrédulas:
necedad, indiferencia, inquietud,
incomodidad y envidia y soberbia
y odio. Y sombras, y noches, y llantos,
¡y abandono!... ¿Por qué?.
 
 
  
 

AMAE

ASOCIACIÓN MURCIANA
DE ARTISTAS Y ESCRITORES,

Es una Asociación cultural
sin ánimo de lucro,
dedicada al fomento y cultivo
de las artes plásticas, pintura,
escultura, modelado,
desarrollando también
la literatura, fotografía...
y un sin fin de ramas artísticas
dentro de un marco de respeto
al ser humano,
según figura en sus estatutos.
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